<p>El primer oficio de <strong>Maruja Mallo</strong> en esta vida fue voltearlo todo. Nació en Viveiro (Lugo) en la noche de Reyes de 1902. <strong>La cuarta de 14 hermanos</strong>. Primero se llamó Ana María Gómez González. Después tomó el Maruja y lo abrochó con el segundo apellido del padre, Mallo. <strong>Su única misión era ser distinta y parecerlo</strong>. Pintar a su manera, blasfemar sin dios ni amo, revocar cualquier leyenda que le aceche haciendo de sí misma algo aún más alucinado. Maruja Mallo es una libertaria de la libertad que limita al norte con el chispazo verbal de Ramón Gómez de la Serna y al sur con la Generación del 27. <strong>Pintó desde muy joven</strong>. En 1922 se instaló en Madrid con su familia para estudiar Bellas Artes y pronto se aupó como <strong>una de las mujeres que empezaban a hacerse sitio con fuerza braceando contra la misoginia robusta</strong> de aquel tiempo.</p>
El Centro Botín de Santander, en colaboración con el Museo Reina Sofía, presenta la retrospectiva más completa de la artista gallega, referente de la liberación de las mujeres de la Generación del 27 y ejemplo de vanguardia y heterodoxia
El primer oficio de Maruja Mallo en esta vida fue voltearlo todo. Nació en Viveiro (Lugo) en la noche de Reyes de 1902. La cuarta de 14 hermanos. Primero se llamó Ana María Gómez González. Después tomó el Maruja y lo abrochó con el segundo apellido del padre, Mallo. Su única misión era ser distinta y parecerlo. Pintar a su manera, blasfemar sin dios ni amo, revocar cualquier leyenda que le aceche haciendo de sí misma algo aún más alucinado. Maruja Mallo es una libertaria de la libertad que limita al norte con el chispazo verbal de Ramón Gómez de la Serna y al sur con la Generación del 27. Pintó desde muy joven. En 1922 se instaló en Madrid con su familia para estudiar Bellas Artes y pronto se aupó como una de las mujeres que empezaban a hacerse sitio con fuerza braceando contra la misoginia robusta de aquel tiempo.
Desprejuiciada, incalculable, exótica, fecunda de biografía y de misterio, colaboró en la reivindicación de una modernidad feminista que entonces no se decía feminista pero tenía los ingredientes exactos. El grupo de Las Sinsombrero (junto a Margarita Manso, Concha Méndez, María teresa León, María Zambrano, Josefina de la Torre o Ernestina de Champourcín) articularon un poderoso mensaje de empoderamiento que en Maruja Mallo también impregnó parte de su obra.
Es una de las artistas españolas principales del siglo XX. Desde niña pintaba cosas raras afianzando ya su singular vanguardia de antes de los ismos. Y cuando murió, en 1995 y en Madrid, era ya lo que es: una caja de resonancia del mejor arte español. Esto es lo que pone en limpio el Centro Botín de Santander en colaboración con el Museo Reina Sofía con la exposición Maruja Mallo: máscara y compás. Pinturas y dibujos de 1924 a 1982, la retrospectiva más abundante de la artista, abierta hasta el próximo 14 de septiembre. La muestra, de la que es comisaria Patricia Molins, acoge casi 150 piezas (pintura, dibujo, notas, documentación del formidable fondo documental del Archivo Lafuente). Un recorrido de vida desde las primeras Verbenas hasta los Protoesquema o los Viajeros del éter de los años 80. Una existencia entera empadronada en la extrañeza. Dice Molins: «Participó en todos los debates estéticos de su época aportando un punto de vista siempre único». Siempre estuvo en el lugar del compromiso, pero no necesitó hacer pintura social ni política, «pero reivindicó la figura de las trabajadoras, de las gentes del mar y del campo» (Molins).
«Desde que llegué a la dirección del Reina Sofía», cuenta Manuel Segade, «consideré que teníamos una deuda con Maruja Mallo y una de las primeras propuestas que hice fue trabajar para saldarla. No se trata de una artista rara de época, sino que es artífice de la mayor aportación del imaginario cultural de la Generación del 27«. Y es que ahora, de una vez, es reconocida como una creadora esencial en el paisaje ancho del arte hispánico del siglo XX. La más heterogénea, la más fascinante de una vanguardia que fue ella misma. Y su obra es la expresión de un orden puro que a su paso provoca el más estimulante de los asombros, el más irreverente y vibrante de los desórdenes. En ella el arte es una extensión de la actitud. Maruja Mallo era eso: la mejor atleta de lo imprevisto. Una gallega de asombros levitando sobre sí misma.
La Generación del 27 fue su caladero, su cuna de artista y su palabra. Anduvo en noches broncas con Buñuel y en mañanas crustáceas con Dalí. Leía a Frank Roth y su Realismo mágico. Se trajinó sin deseo a Miguel Hernández y con Rafael Alberti descubrió que la pasión del mar acaba en las ingles. Madrid aún tenía los colorines amables de los recortables. Pintó lo popular buscando, más allá del folclore, una expresión de mundo y otra autenticidad. En 1929, con Alberti de amante, ella pintaba la serie de Cloacas y campanarios y él su mejor libro (o de sus tres mejores), Sobre los ángeles. Expuso en la sede de la Revista de Occidente invitada por Ortega y Gasset, interesado por su obra y su desplante; como también lo estaba Ernesto Giménez Caballero. Era 1931. Maruja Mallo estableció por su cuenta un surrealismo plástico de espigas de trigo, caballitos, molinillos, manolas, espantajos, soles inmensos, peces normales, formas humanas y geometrías. En ese año marcha a París a desplegar aquello que sólo ella sabía. Expone en la galería Pierre y a la inauguración acuden Picasso y Miró. El pope del surrealismo, André Breton, le compra una pieza. Maruja Mallo está por ahora en el centro de todas las cosas. De todas las cosas del arte. Pinta las series Arquitecturas minerales y vegetales (1933) y Arquitecturas rurales (1933-35).
Así llega la Guerra Civil, la obra mítica y última pintada en aquella España que cae por el tajo: La religión del trabajo. En 1938 sale al exilio en Buenos Aires, en Santiago de Chile, en Montevideo. 25 años de trashumancia. Allá se busca de nuevo el lugar y pinta y apuntala su nombre y comparte con Neruda ratos de algas y océano, y es Maruja Mallo sin perder jamás la gracia, la fuerza, y mantiene el descaro de quien había ganado en la juventud un concurso de blasfemias en el Café San Millán de la Plaza de la Cebada (Madrid) o decía convencida que «en España la culpa de todo la tiene la jodía mística». La obra de Maruja Mallo es la prolongación de ese cuerpo breve y un talento ardiendo en todas direcciones. La exposición que despliega el Centro Botín es algo más que la recuperación de una artista: tiene que ver con la puesta en hora de un tiempo del arte donde ella es faro. En el despliegue de sus cuadros crece como lo que es: una pintora sideral, el avistamiento de un ovni en la pintura.
Regresó a España en 1962. Aquí muy pocos sabían ya quién era. Pero eso le importó poco. Continuó pintando. Escandalizando a su modo mientras se recobraba la memoria del arte español con ella dentro. No fue hasta los 80 cuando alcanzó de nuevo su punto de ebullición, gracias principalmente a la escritora e historiadora del arte Estrella de Diego. Maruja Mallo recuperó el espacio traspapelado, como un retador exotismo de ida y vuelta y (hoy) como una artista necesaria. Cuando la Movida madrileña -los días de su recuperación- era octogenaria y una de las imprescindibles de la tribu de los artistas más jóvenes. Explorada la quinta dimensión de la inteligencia y el disparate, andaba pintando una serie que ya fue la última: Los moradores del vacío. Hablaba de hipernautas y de geonautas y de viajes astrales. Asuntos rarísimos que en el idioma de Maruja Mallo adquirían rasgo de normalidad, como si diese la receta del caldo gallego. Regresó al limbo en 1995 (cuando muere), aunque no al olvido. Ahora está de cuerpo entero en una exposición memorable donde aparece en pantalla gigante, al final del recorrido, hablando con la periodista Paloma Chamorro, y llenando el espacio otra vez más de geometrías, de proporciones auras, de inteligencia, de desafío, de labio pintado.
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