<p>A los zombis hay que quererlos. Aunque ni siquiera sean zombis sino infectados. Hace ya tiempo que llegamos a la conclusión de que ningún otro monstruo nos representa de foma tan cabal como el muerto que no está muerto en verdad.<strong> Y la razón es que no es solo un monstruo, también es un no-monstruo.</strong> En la alegre zombificación audiovisual que no cesa y de la que en buena parte es responsable la primera entrega de la saga que nos ocupa, el cadáver en vida ejemplifica con una cruel perfección el estado de aversión a lo real del mundo tecnoenfermo que pisamos; un mundo en el que la política sólo es espectáculo y la economía, simulacro financiero. El zombi o infectado cabreado, tanto da, se erige en la única metáfora de una sociedad controlada por el miedo, por el terror a perder el empleo, por el pavor a no ser <i>retuiteado</i>, <i>likeado </i>o solo ignorado, por la congoja de saberse vigilado, por el simple acojono ante un futuro sin pensiones, sin trabajo, sin certezas… «Zombi», escribe Jorge Fernández Gonzalo en su brillante y pionero ensayo <i>Filosofía zombi,</i> «es esa extraña palabra que denomina lo que no tiene nexo, identidad, fisonomía, cuerpo». El zombi no reconoce al otro. Su identidad es el vacío. Es y no es a la vez.</p>
Danny Boyle y Alex Garland recuperan su amistad para cerrar una trilogía e inaugurar otra de forma tan accidentada e irregular como irresistible
A los zombis hay que quererlos. Aunque ni siquiera sean zombis sino infectados. Hace ya tiempo que llegamos a la conclusión de que ningún otro monstruo nos representa de foma tan cabal como el muerto que no está muerto en verdad. Y la razón es que no es solo un monstruo, también es un no-monstruo. En la alegre zombificación audiovisual que no cesa y de la que en buena parte es responsable la primera entrega de la saga que nos ocupa, el cadáver en vida ejemplifica con una cruel perfección el estado de aversión a lo real del mundo tecnoenfermo que pisamos; un mundo en el que la política sólo es espectáculo y la economía, simulacro financiero. El zombi o infectado cabreado, tanto da, se erige en la única metáfora de una sociedad controlada por el miedo, por el terror a perder el empleo, por el pavor a no ser retuiteado, likeado o solo ignorado, por la congoja de saberse vigilado, por el simple acojono ante un futuro sin pensiones, sin trabajo, sin certezas… «Zombi», escribe Jorge Fernández Gonzalo en su brillante y pionero ensayo Filosofía zombi, «es esa extraña palabra que denomina lo que no tiene nexo, identidad, fisonomía, cuerpo». El zombi no reconoce al otro. Su identidad es el vacío. Es y no es a la vez.
Pues bien, Danny Boyle y su guionista de antes Alex Garland (partieron peras en 2007 después de Sunshine) han recuperado la memoria y, desde la autoridad moral que otorga el ser refundadores de la plaga zombi, se aplican a reconfigurar una a una todas las metáforas de las que puede ser capaz un género que, a tenor de lo dicho, solo puede ser un no-género. 28 años después llega casi 20 años después de 28 semanas después, la película que Juan Carlos Fresnadillo firmó en 2007 como continuación evidente de la original 28 días después, firmada por los dos, Boyle y Garland, en 2002. Después de después por tanto. Lo que ahora presentan es lo mismo, pero completamente diferente. Por seguir con el estribillo, es y no es a la vez. Es irregular, es pomposo, es caótico, es tremendo, es salvajemente contradictorio y, por todo ello y contra todo ello, es fascinante. Por momentos, seduce; a ratos, despista; cuando menos se espera, tiembla y, siempre, desconcierta, que, con toda seguridad, es de lo que se trata.
Estamos, ya se ha dicho, en el después del después, en un universo pos-pos-apocalíptico en el que ya no queda nada. Apenas una comunidad de gentes condenada a vivir en el pasado sin electricidad, sin internet y con la única red social del bar de la esquina. Es lo que tienen las catástrofes y, en efecto, los zombis. Solo tienen dos cosas: miedo y la memoria de un tiempo muy anterior a todo que, según creen, fue mejor; un tiempo de gloria, reyes victoriosos, torneos a caballo, Shakespeare, flechas y honor. ¿Y si esto también fuera nada más que un cadáver semoviente?, se pregunta la propia película. Y si esto fuera y no fuera a la vez. Todo muy zombi.
«Como si se avergonzaran de la violencia cruda y conceptual de las entregas anteriores, ahora todo aparece barnizado por una redundante profundidad entre metafísica y solo melodramática que despista con la misma fuerza que fascina»
La primera escena hace soñar con lo mejor, que, en estos casos, suele ser lo peor. Un grupo de niños contempla en la tele a los queridos e inocentes Teletubbies y, de repente, la cosa se tuerce. La introducción sorprende por lo que se le supone a una inmejorable escena de terror y sorprende por refutar el final de la entrega anterior. Recuérdese, pese a los intentos de retener el virus en la isla, en la Gran Bretaña, la cosa acabó por desmadrarse y la última secuencia del trabajo de Fresnadillo nos colocaba en el mismísimo París al borde de todos los apocalipsis. Pues olvídenlo. Eso solo fue un sueño. El continente vive ajeno a la plaga, el virus sigue confinado en el Reino Unido e Irlanda probablemente, ahí se ha quedado, y las casi tres décadas que han transcurrido desde el origen de todo han servido, además de para ese retroceso a la arcadia pseudomedieval descrita arriba, para que el microbio de la ira haya mutado de formas tan diversas como, admitámoslo, desconcertantes. Muta el bicho y muta la película a cada paso que da.
Los problemas, que los hay, vienen a continuación y todos ellos son consecuencia de una ambición tan desmedida como incontrolada. 28 años después quiere serlo todo. Y todo a la vez sin el menor amago ni de pudor ni de rigor. No se conforma con ser melodrama familiar ni cinta de terror ni road movie distópica ni metáfora del Brexit (esto es muy obvio) ni procelosa especulación sobre la misma muerte ni apunte sociológico sobre el poder del odio… Ni se conforma a ser todo eso ni claudica ante la férrea voluntad de ser exactamente todo lo contrario. En su ideario está ampliar la mitología, imaginar una sociedad tan castigada por una amenaza que no cesa que se ha visto obligada a repensarse de cero. Garland y Boyle se rinden a la desmesura de la propuesta, digámoslo así, y abandonan cualquier intento de coherencia narrativa. Como si se avergonzaran de la deslumbrante sencillez, de la violencia cruda y conceptual de las entregas anteriores, ahora todo aparece barnizado por una redundante profundidad entre metafísica y solo melodramática que despista con la misma fuerza que, admitámoslo, fascina.
Por supuesto, la nueva entrega exhibe todo el virtuosismo visual de la saga. El publicitado método de rodaje con una infinidad de iPhones colocados sobre una plataforma consigue que las persecuciones vibren delante de la mirada del espectador con una energía muy cerca del pánico. Y lo mismo vale para el segmento de la película que literalmente convierte la pantalla en una catedral mortuoria custodiada por un Ralph Fiennes mítico, místico y ligeramente mesmérico (signifique esto lo que signifique). Impresiona, enamora y subyuga. Se diría, por tanto, que aquello de que el zombie es y no es a la vez parece ser de manera radical lo que es y no es 28 años después. En su deseo de ser y no ser a la vez, es y no es hasta una película. El final en forma de «continuará» con un cliffhanger ad hoc deja claro que la cosa no ha terminado. En efecto, solo es media película o, mejor, un tercio de las dos más que vendrán.
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Dirección: Danny Boyle. Intérpretes: Jodie Comer, Aaron Taylor-Johnson, Ralph Fiennes, Jack O’Connell. Duración: 115 minutos. Nacionalidad: Reino Unido.
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