<p>Dice Jim Jarmusch que el único género del cine que no entiende es el biopic. «La mayor parte de la vida nos la pasamos sin hacer nada interesante y eso es precisamente lo que hace tan interesante a la vida. ¿Cómo cuentas eso?», dice. Se puede o no estar de acuerdo, pero lo cierto es que las dos películas en la sección oficial de la jornada en Venecia están ahí para que el director de Ohio tenga razón. No siempre los de Ohio tienen razón. <strong>Ni </strong><i><strong>The Smashing Machine</strong></i><strong> (La máquina de triturar), de Benny Safdie, ni </strong><i><strong>The Testament of Ann Lee</strong></i><strong> (El testamento de Ann Lee), de Mona Fatsvold, cumplieron con las expectativas. </strong>En ambos casos, altas, grandes y muy robustas incluso. Y eso que las dos cintas, Wikipedia mediante, se ocupan de personajes que hicieron las suficientes extravagancias en vida (el primero todavía sigue ahí) para contradecir la máxima del de Ohio. Ya decíamos que la gente de Ohio no siempre tiene razón.</p>
La película protagonizada por Dwayne Johnson sobre el luchador Mark Kerr decepciona por su falta de ambición en la misma medida que el musical firmado por Mona Fatsvold desorienta por su ambición descontrolada
Dice Jim Jarmusch que el único género del cine que no entiende es el biopic. «La mayor parte de la vida nos la pasamos sin hacer nada interesante y eso es precisamente lo que hace tan interesante a la vida. ¿Cómo cuentas eso?», dice. Se puede o no estar de acuerdo, pero lo cierto es que las dos películas en la sección oficial de la jornada en Venecia están ahí para que el director de Ohio tenga razón. No siempre los de Ohio tienen razón. Ni The Smashing Machine (La máquina de triturar), de Benny Safdie, ni The Testament of Ann Lee (El testamento de Ann Lee), de Mona Fatsvold, cumplieron con las expectativas. En ambos casos, altas, grandes y muy robustas incluso. Y eso que las dos cintas, Wikipedia mediante, se ocupan de personajes que hicieron las suficientes extravagancias en vida (el primero todavía sigue ahí) para contradecir la máxima del de Ohio. Ya decíamos que la gente de Ohio no siempre tiene razón.
Tanto sobre el papel como sobre el ring The Smashing Machine ofrece pocas opciones a la duda. Puede gustar o no la lucha de la que Mark Kerr fue pionero, pero no está entre lo posible que deje indiferente. Entre otras cosas porque la hostia, con perdón, te puede venir de cualquier lado. En efecto, el menor de los Safdie, que tiene firmadas con su hermano tres películas tan soberbias y eléctricas como Heaven Knows What, Good Time y Diamantes en bruto, propone ahora un viaje al fondo de la más libre y completa de las luchas libres y completas (Mixed Martial Arts). Y lo hace de la mano de probablemente el gran mito fundacional. ¿Qué puede fallar?
La idea básicamente consiste en jugar a los contrastes. Todo un clásico en el género. Estamos, otra vez, ante la historia del hombre tan indestructible dentro del cuadrilátero como frágil y vulnerable fuera de él. Si a esto se le suma que el protagonista es, en su primer papel verdaderamente dramático, Dwayne Johnson (antes conocido como La Roca y que se hace escoltar por el trabajo sobresaliente de Emily Blunt) y que el precedente es la falta de prejuicios que siempre han demostrado los Safdie a la hora de retratar tanto el olor de la sangre como el sonido seco de la derrota, no queda otra de acudir al cine con toalla, linimento y una bolsa de hielo. Por lo que pueda pasar. Y es ahora cuando llegan las decepciones. No diremos tongo por aquello de no apurar la metáfora pugilística más de lo razonable, pero casi.
El problema, o uno de ellos, es la falta de foco. En su empeño nada disimulado de resultar original y de no caer en los tópicos del género, Safdie elige siempre que puede el camino equivocado. Cuando la película se carga de adrenalina, de golpe (nunca mejor dicho) se echa mano del melodrama familiar más protocolario. Cuando la tragedia de una vida destruida por las drogas aparece como resultado de un deporte inmisericorde, la película entra en rehabilitación, en sentido literal y figurado, sin que queden razonados ni la motivación ni el proceso ni, apurando, el verdadero sentido del drama. Y así hasta que la épica acaba por confundirse con el hípica. No hay redención tampoco derrota. No hay, por así decirlo, lógica narrativa en una película que en esencia no puede ser nada más que narración.
Bien es cierto que las peleas, en crudo, resultan tan convincentes como, por momentos, duras de ver. Cuesta aguantar la mirada a una rodilla que impacta una y otra vez sobre la cabeza del adversario. Y no es simplemente una cuestión de brutalidad, que también, como de ritmo. El director sabe rodar la acción y demuestra en cada una de las peleas encerradas en un ring. Pero, definitivamente, no es suficiente. Hace daño, sí, pero no duele. Parece contradictorio y es solo el principio más elemental de una película biográfica o biopic.
El caso de The Testament of Ann Lee es diferente o idéntico, según se mire. Es distinto porque la propuesta de la directora no puede ser más provocativa y ambiciosa. Se trata de contar la vida de la mujer que anuncia el título, fundadora de los Shakers, un movimiento religioso radical que comenzó a finales del siglo XVIII. La principal característica de esta creencia es que sus seguidores rezaban y convulsionaban a la vez (de ahí su sobrenombre). Es decir, convertían sus plegarias en una especie de coreografías de danza contemporánea. O eso es al menos lo que imagina Mona Fastvold sobre un gruion firmado a medias con Brady Corbet. El atrevimiento consiste en, un paso más allá, convertir el drama de un mujer contra el mundo (de eso se trata) en un musical híbrido tan irreal como salvajemente terrenal. Solo por esto, la verdad, la película debería quedar a salvo.
Pero, y llegan las malas noticias, igual que en el caso de Safdie, el empeño de ser original a cada paso y de no caer en ningún estereotipo ni del biopic ni del melodrama ni del citado musical lleva a la película a un espacio que, de puro diferente, se queda solo en desconcertante. Todos los esfuerzos de la operística, delicada y muy brutalista (por The Brutalist) puesta en escena, todo el empeño de la protagonista Amanda Seyfried permanentemente en éxtasis y todo el derroche de planos secuencias acaban por sencillamente agotar. La directora lo quiere todo (bien) y todo lo ofrece sin gradación ni orden. Definitivamente, el sentido de tanto, que no es nada más que rescatar del olvido la lucha de una mujer por asuntos como la dignidad, la libertad y un mundo mejor (de eso va), se pierde sepultado en el exceso descontrolado de la propuesta. Lástima.
No deja de ser curioso que el único capaz de contradecir a Jarmusch fuera el martes Marco Bellocchio. El director italiano presentó dos capítulos de su serie Portobello, sobre la vida de la estrella televisiva de los 80 Enzo Tortora (acusado injustamente de contactos con la camorra, detenido, encarcelado y liberado después de tres años) y, una vez más Bellocchio demostró que nadie cuenta la historia reciente de Italia como él. A su modo, la serie, con el espíritu de la obra maestra Exterior noche, tiene algo de biopic y, pese a lo que digan algunos directores con el pelo blanco, es algo más que solo interesante. Definitivamente, no todos los de Ohio tienen razón.
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