Juliette en primavera: la depresión, la mujer, el cine y la vida (****)

<p>Hay un tipo de cine tan clara y escandalosamente francés que se diría perfectamente universal. No hablamos ni de la lengua en la que se expresan los personajes ni del paisaje que les envuelve ni esa insistencia por filmar la hora de la comida; es algo diferente e identificable que tiene que ver quizá con Renoir, con Jean Renoir, por qué no. <strong>Mantenía el director de </strong><i><strong>La regla del juego</strong></i><strong> que una película es, ante todo, un estado mental.</strong> El cineasta no quería con toda probabilidad ofrecer una definición precisa, porque, en efecto, no hay forma de saber a qué nos referimos cuando utilizamos una expresión últimamente demasiado manoseada. Se habla de estado mental y se habla de todo aquello que podría definir lo más íntimo e individual de una persona, su percepción, su experiencia del dolor, sus creencias, su deseo, las intenciones de sus actos, su emoción y su memoria. Las palabras de Renoir quizá no sirvan para saber con precisión cuál era su idea del cine, pero valen para adivinar lo que el cine no debería ser. Ni reflejo de la realidad ni constructo de la imaginación, simplemente el sentimiento claro (que no solo estado de ánimo) que acompaña a una idea, a un pensamiento. En la citada <i>La regla del juego</i>, por ejemplo, el espectador es invitado a formar parte de una puesta en escena orgánica, libre y feliz en la que la cámara desaparece, los géneros tradicionales pierden el sentido y la misma vida —a la vez comedia, drama y laberinto— se cuela entre unas intrigas amorosas que no conocen clases sociales ni reglas ni prejuicios. Toda la cinta acaba por ser simple y pura emoción, un estado mental trasformado en obra maestra imperecedera.</p>

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 Blandine Lenoir continúa su meticulosa, libre, iluminada y precisa investigación de la condición femenina  

Hay un tipo de cine tan clara y escandalosamente francés que se diría perfectamente universal. No hablamos ni de la lengua en la que se expresan los personajes ni del paisaje que les envuelve ni esa insistencia por filmar la hora de la comida; es algo diferente e identificable que tiene que ver quizá con Renoir, con Jean Renoir, por qué no. Mantenía el director de La regla del juego que una película es, ante todo, un estado mental. El cineasta no quería con toda probabilidad ofrecer una definición precisa, porque, en efecto, no hay forma de saber a qué nos referimos cuando utilizamos una expresión últimamente demasiado manoseada. Se habla de estado mental y se habla de todo aquello que podría definir lo más íntimo e individual de una persona, su percepción, su experiencia del dolor, sus creencias, su deseo, las intenciones de sus actos, su emoción y su memoria. Las palabras de Renoir quizá no sirvan para saber con precisión cuál era su idea del cine, pero valen para adivinar lo que el cine no debería ser. Ni reflejo de la realidad ni constructo de la imaginación, simplemente el sentimiento claro (que no solo estado de ánimo) que acompaña a una idea, a un pensamiento. En la citada La regla del juego, por ejemplo, el espectador es invitado a formar parte de una puesta en escena orgánica, libre y feliz en la que la cámara desaparece, los géneros tradicionales pierden el sentido y la misma vida —a la vez comedia, drama y laberinto— se cuela entre unas intrigas amorosas que no conocen clases sociales ni reglas ni prejuicios. Toda la cinta acaba por ser simple y pura emoción, un estado mental trasformado en obra maestra imperecedera.

Juliette en primavera es cine irremediablemente francés. Por renoiriano, por la facilidad con la que enfrenta al espectador ante, hemos llegado, un estado mental, sea esto lo que sea. Su directora Blandine Lenoir prosigue su investigación (llamémoslo así) de eso que el tiempo y Georg Simmel dieron en llamar la cultura femenina. O simplemente la mujer. Y siempre con una voluntad de martillo pilón de destrozar tópicos, dinamitar lugares comunes y arrasar con las frases hechas. En 50 primaveras fue la menopausia; en La indignada Annie se ocupó del aborto, y ahora, Juliette nos habla de la depresión. El tono, si se quiere, es el mismo, es una especie de atonalidad iluminada en donde lo que importa no son los giros de guion, las sorpresas, los llantos desesperados o los golpes de efecto. Al revés, lo relevante es el rigor y sentido de la misma vida, el apenas perceptible, claro y profundo estado mental. ¿Que seguimos sin saber lo que sea esto? Bueno, tampoco tenemos claro qué sea eso de la vida y ahí seguimos, viviendo.

Basada en una novela gráfica de Camille Jourdy, la película cuenta el periplo de una joven ilustradora de libros infantiles (Izia Higelin) desde su desconsuelo hasta su pueblo natal donde vive su familia. Ese es el viaje no queda claro si de reencuentro o de simple abandono. Allí se volverá a ver con su padre (el siempre descomunal Jean-Pierre Darroussin), un hombre esencialmente tranquilo (demasiado) que se comunica con los demás mediante bromas (demasiadas); con su madre, una pintora libre, feliz y siempre dispuesta a decirlo todo (demasiado); con su abuela, que cada día que pasa se pierde un poco más; con su hermana (brillante hasta la desesperación Sophie Guillemin), una mujer incapaz de plegarse a las exigencias de una vida rutinaria que la devora, y con un nuevo amigo que está ahí para enseñarle el camino, el de vuelta y el de ida, los dos.

Con todos estos elementos, la directora se las arregla para componer un fresco de todo lo que vive, de todo lo que no hay forma de definir sin arruinarlo del todo. Blandine Lenoir hace cine no tanto para ver sin más como cine para perderse dentro, para experimentar, para sentarse a la mesa con los personajes, partir el pan con cuidado y comer queso. Sí, en el cine francés se come a todas horas.

Dirección: Blandine Lenoir. Intérpretes: Izia Higelin, Sophie Guillemin, Jean-Pierre Darroussin, Noémie Lvovsky. Duración: 95 minutos. Nacionalidad: Francia.

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