<p>Recordaba Ingmar Bergman en sus memorias que el plano más bello que rodó nunca fue el que cierra <i>Fresas salvajes</i> en el que el personaje al que da vida el director Victor Sjöström contempla una ensoñación premonitoria en la que él mismo de niño aparece junto a su padre. Es el anuncio de su propia muerte. <strong>No está claro cuántas veces ha tenido que ver Joquim Trier éste y otros planos igual de irrefutables del que, definitivamente, es su maestro.</strong> Por lo menos, en lo que se refiere a esta película. Pero, por redondear, muchas. <i>Sentimental Value, </i>la última película del autor de la célebre <i>La peor persona del mundo</i>, la perfecta <i>Oslo, 31 de agosto </i>y la desastrosa (que de todo hay) <i>El amor es más fuerte que las bombas</i>, es de principio a fin un homenaje al director sueco y lo es de manera tan consciente, plena y lograda que no queda otra que rendirse. <strong>Rendirse a la película y rendirse al poder inagotable de Bergman para seguir marcando el camino.</strong></p>
El director noruego de La peor persona del mundo brilla y acongoja en un drama bergmaniano sobre las relaciones paterno filiales de la mano de dos actores imperiales como otra vez Reinate Reinsve y Stellan Skarsgård
Recordaba Ingmar Bergman en sus memorias que el plano más bello que rodó nunca fue el que cierra Fresas salvajes en el que el personaje al que da vida el director Victor Sjöström contempla una ensoñación premonitoria en la que él mismo de niño aparece junto a su padre. Es el anuncio de su propia muerte. No está claro cuántas veces ha tenido que ver Joquim Trier éste y otros planos igual de irrefutables del que, definitivamente, es su maestro. Por lo menos, en lo que se refiere a esta película. Pero, por redondear, muchas. Sentimental Value, la última película del autor de la célebre La peor persona del mundo, la perfecta Oslo, 31 de agosto y la desastrosa (que de todo hay) El amor es más fuerte que las bombas, es de principio a fin un homenaje al director sueco y lo es de manera tan consciente, plena y lograda que no queda otra que rendirse. Rendirse a la película y rendirse al poder inagotable de Bergman para seguir marcando el camino.
Así las cosas, en la cinta de Trier encontramos un poco de todo, de todo Bergman: un poco del descubrimiento y análisis del horror (El manantial de la doncella), del ritual mudo de la incomunicación (El silencio), del poder de la máscara (Persona), del laberinto de la creación (La hora del lobo), de la mujer (Gritos y susurros), de la vida en pareja (Secretos del matrimonio), de la familia (Sonata de otoño o, por supuesto, Fanny y Alexander)… Y todo ello, antes que solo combinado o mezclado, que diría Bond, montado orgánicamente en una especie de homenaje inconsciente que también es reelaboración perfectamente propia. Y hasta moderna.
Básicamente, se cuenta la historia de dos hermanas. Nora (Renate Reinsve) y Agnes (Inga Ibsdotter Lilleaas) se reencuentran con su padre (Stellan Skarsgård) después de tantos años a consecuencia de la muerte de la madre. El patriarca, como si del propio Bergman se tratara, es un director de cine tan afamado como intocable que en su vuelta a casa llega con una idea: rodar en una película su propia relación con su hija Nora, una actriz de teatro afamada. Ante su negativa, echará mano de una estrella de Hollywood (Elle Fanning). Sería su último trabajo y en él no está claro si busca la venganza o el perdón, la redención o la más evidente condena.
Skarsgård se mueve por la pantalla como cualquier biografía no muy elaborada nos dice que se movía por la isla de Faro y por la vida misma el genio sueco. Egocéntrico, maniático, obsesivo con el trabajo, cruel con los suyos y solamente pendiente de cada mínima alteración de su cuerpo y de su estado de ánimo. «Creo que tengo una oreja extra hundida en el cuerpo, una nariz enredada en los intestinos, un ojo centrado en mirar directamente al corazón del cerebro, desconsoladamente enrojecido por la falta de luz», escribió Bergman en sus memorias para dar la idea de hasta donde podía preocuparle una sola cosa: él mismo. Y su personaje en Sentimental Value, le da perfectamente la réplica.
Lo que se dirime, en definitiva, es la exploración del límite que, en buena medida, preside el trabajo del director de Fresas salvajes y, apurando, de cualquier creador de arte. El límite del cariño cuando se acerca a la dependencia; el límite del trabajo cuando se convierte en esclavitud egomaníaca; el límite del talento cuando para que florezca necesita la sumisión de todos; el límite de la familia como espacio de identidad y de crisis, y el límite de los propios límites. La brillantez de Trier en este caso consiste en que su análisis no se queda en una celebración del genio sino que avanza hasta proponer una crítica justa, oportuna y, lo más vistoso, furiosa.
En definitiva, y de la mano de una soberbia Renate Reinsve, lo que se dirime en Sentimental Value es un desmontaje de esas estructuras jerárquicas, patriarcales, obtusas y denigrantes que durante tanto tiempo nos hemos regalado como otras las características «naturales» de la vida, de la vida artística. Con gracia, desparpajo y algo de insitinto asesino, lo que queda es una película tan reveladora como brillante; tan bergmaniana como, en efecto, antibergmaniana. Y así hasta ese plano final (no diremos cuál), que en verdad es un plano del plano que se acaba de filmar, cine dentro del cine, Bergman dentro de Bergman, el patriarcado desnudo de patriarcas. Brillante sin duda. Es más, mucho más brillante que La peor persona del mundo.
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